martes, 24 de enero de 2012

RELATO - Princesa de la Lluvia

Arantxa Salas, por aquel comentario que me inspiró en este relato; va por ti.

PRINCESA DE LA LLUVIA

El agua hervía en la tetera emitiendo un silbido de aviso y echando vapor tal cual fuera una locomotora, entre tanto, la anciana buscaba con aplomo sus gafas en la sala. Se podía escuchar de fondo una música antigua, de su época, a bajo volumen para no despertar a los demás de casa. Finalmente las encontró entre los juguetes de su nieta y se dirigió a la cocina a prepararse un té; el café le sentaba mal, abandonándolo a la fuerza muchos años atrás. Colocó la infusión en un tazón y vertió el agua caliente. Escuchaba unos pasitos infantiles en el parquet ligeros que a momentos se detenían para luego emprender la marcha al cabo de unos segundos, como si buscara algo. Dejó el tazón tapado con el plato para que se concentraran los sabores y fue a ver.
-¡Arantxa!, buenos días cariño. ¿Qué haces levantada?- la niña la miró refregándose los ojillos y bostezando sin parar contestó con la voz hacia adentro.
-Buenos días tocaya- la abuela rió con la expresión de la niña. El día anterior, le había estado explicando el significado de la palabra “tocaya” y le hizo gracia el hecho de que la pequeñaja lo recordara tan bien.
-Abu, me prometiste que me ibas a contar un cuento…
-Y te lo he contado- interrumpió la abuela- solo que te quedaste dormida antes de que empezara.
-¿Me lo cuentas otra vez?
-Esta noche te lo contaré, ¿de acuerdo…?
-No, Abu… ¿por qué no me lo cuentas ahora en el sofá?- la mujer no se pudo negar con la cara compradora que puso la niña.
-Está bien, ve al sofá que yo iré por tu leche y mi taza de té…
La niña se acomodó en el sofá esperando a que la abuela volviera a contarle el cuento. Aquella encantadora mujer de cabellos blancos le ponía tanto matiz, tanta energía, e inclusive cambiaba la voz con cada personaje que tocase; hacía que la pequeña Arantxa permaneciera boquiabierta con sus relatos.
-¿Estás lista? Preguntó la abuela.
-¡Siiiiii!- respondió efusivamente la pequeña.
-Muy bien-continuó la abuela- esta vez será una historia de una…
-¿Es real?- interrumpió la niña.
-Digamos que en parte sí, ¿de acuerdo?- la niña asintió con la cabeza atendiendo de inmediato las dulces palabras de su abuelita.- Como te decía…
-Así no comienzan los cuentos abu.
-Lo siento cariño, ¿y cómo comienzan?
-Erase una vez…
-De acuerdo. Erase una vez…
-¿Y cómo se llama el cuento?
-Se llama “La princesa de la lluvia”, pero ahora presta atención porque cuando comience con el cuento, no me detendré y no podrás escuchar lo que te estoy diciendo. Muy bien, bebe tu leche mientras te lo cuento, ¿de acuerdo?-La niña volvió a asentir con su cabecita de arriba a abajo y se concentró una vez más.
-Erase una vez, una jovencita que vivía en la gran ciudad. Trabajaba mucho en una oficina y por las noches disfrutaba de la compañía de su gato.
-¿Y sus padres?
-Sus padres vivían en otra casa. Era una joven que se había mudado a un piso ella sola.
-Y su gato.
-Sí cariño, y su gato. En vacaciones le gustaba viajar y conocer otras ciudades, otros lugares. No le gustaba mucho la lluvia…
-Sí, es fea porque moja.
-No es tan fea, la joven del cuento…
-¿Cómo se llama abu?
-Pues…no lo había pensado. ¿Cómo quieres que se llame?
-Como yo…como nosotras dos, ¿vale?
-Me parece bien, entonces seguimos. Ya verás que al final a la joven Arantxa termina gustándole la lluvia. Escucha y verás. Al igual que las chicas de su edad, a Arantxa le gustaba ir a la playa y coger un color moreno para estar guapa. Pero sus vacaciones siempre se veían interrumpidas por la lluvia. Cada año ocurría lo mismo, a tal punto que los que le conocían pasaron a apodarle la princesa de la lluvia.
Un día, un señor que trabajaba en una ONG…
-¿Qué es eso abuelita?
-Pues, es un grupo de señores que ayudan a personas carenciadas, que no tienen nada, personas que no tienen dinero, ni comida o que necesitan alguna ayuda, ¿sabes?, bueno, entonces este señor buscó incansablemente a la princesa de la lluvia hasta que dio con ella. Entonces le pidió que trabajara con él en África haciendo que volvieran las lluvias. Y así lo hizo, nada más pusieron pie en tierra africana, comenzaron las lluvias.
Los problemas llegaron cuando las lluvias no paraban. Por más que la princesa de la lluvia se fue de África pensando que de esta manera acabarían, no fue así. Los ríos estaban desbordados, los techos de las aldeas que una vez desconocieron la lluvia, se encontraban flotando en un gigantesco pantano. La pobre princesa decidió volver e intentar remediar lo que había hecho ¬-La niña permanecía inmóvil, no mediaba palabra escuchando el desenlace que relataba su abuela con tanto ímpetu- Se sentó bajo la lluvia, cerró los ojos y levantando los brazos hacia el cielo, pidió que se acabaran las lluvias. Se lo creyó tanto que dejó de llover. Y así, la princesa de la lluvia ayudó a muchas personas en todo el mundo, sobre todo a quienes necesitaban de la lluvia para vivir.
La niña se levantó del sofá y miró a través de los diáfanos cristales de la ventana como la lluvia inundaba las aceras.
-¿Y cuándo parará abu?
-Eso dependerá de cuánto lo desees.
-¿Cómo la princesa de la lluvia?
-Como la princesa de la lluvia.
La niña miró fijamente a las nubes y después cerró los ojillos. Cuando los volvió a abrir, la lluvia había cesado.
-¡Abu, lo hice yo, fui yo…! -la abuela la abrazó con fuerza diciendo:
-Dejo mi don en buenas manos…

miércoles, 18 de enero de 2012

RELATO - Maquillaje

MAQUILLAJE

Callada y austera Margot maquillaba su pálido rostro coloreándose las mejillas. Agotada por la hipocresía que le sabía ácida en la boca, arqueaba sus largas pestañas que le llegaban a rozar las finas cejas depiladas a pinza y mucha paciencia. El espejo reflejaba una apariencia irreal de sí misma. Una imagen de muchas primaveras menos de las cuatro décadas y media que cargaba a su espalda.
Buscaba impasible el cepillo de brushing entre los cajones arremolinados de artilugios de belleza y le daba forma a su cabello. La función estaba por comenzar.
Sumisa, terminaba de arreglarse y levantaba la mirada para observar la foto que se tomaron abrazados Juan Carlos y ella en una maquina callejera de camino al hotel. Se sensibilizaba por momentos recordando sus dulces besos, sus susurros al oído, aquellas calientes manos que le sujetaban sus carnes traseras con firmeza, la manera en la que perdían el control. Pero como una princesa engañada, volvía a morder la manzana podrida de la codicia y la avaricia, de los sentimientos prohibidos a causa de un espejo que alimentaba su egocentrismo, que reflejaba aquella belleza mejorada tras el maquillaje que la mantenía siempre joven cual muñequita de porcelana. Sus amores iban deshojándose, marchitándose con el correr del tiempo. Siempre esperanzada de que en la próxima ciudad encontraría el verdadero amor. Un amor capaz de alimentar su ego aún más que el espejo que tenía en frente y que le iba diciendo siempre lo guapa que estaba.
-Esta noche arrasarás como siempre Margot, ya lo veras- escuchaba una voz altruista que le daba vueltas en su cabeza. Era casi la hora. Fue poniéndose en pie, mirando como el perfecto maquillaje de su rostro convertía su piel tan tersa y fría como el mármol. Con un gesto entrenado de ambos brazos, lograba colocarse el chal en los hombros para encararse hacia la puerta. Ensimismada recordó el número de teléfono de Juan Carlos y volvió a los cajones. Lo observó dulcemente por última vez y decidió romperlo.
Fuera del camarín estaba el productor que le fue dando indicaciones mientras caminaban. Ella aceleró la marcha y contestándole irónicamente se colocó por delante con unos atractivos movimientos de cadera.
La sala estaba repleta, las taquillas fueron saqueadas por el gentío impaciente que esperaba hacía meses el espectáculo que solo darían esa única noche en aquella pequeña ciudad costera.
Al término, los espectadores estaban embravecidos, vociferaban, aplaudían y tiraban flores a la estrella de la función. -Otra noche de éxito- se apuntaba mentalmente Margot. Las luces del teatro se encendían una a una y Juan Carlos, que le contemplaba desde la sexta fila, la saludaba cariñosamente con la mano levantada. Pero Margot le apartaba la mirada para saludar al director del espectáculo que le tendía un ramo de rosas rojas.

De regreso al camarín, Juan Carlos la esperaba a un costado de un oscuro e inútil pasillo de esos que solo sirven en casos de incendios, pero si este estuviese habilitado como tal, tendría la salida correspondiente a la calle, el cual no era el caso. Margot no fue capaz de mirarle y los de seguridad lo apartaron de allí a empujones.
El espejo nuevamente reflejaba una verdad encubierta tras el maquillaje. Tomó asiento frente a este y aplicando una crema, fue deshaciéndose de aquella mascara maligna sin la cual Margot volvería a ser la de siempre, aquella mujer sensible y enamorada que pocos conocían. Repentinamente, fue poseída por un ataque de ansiedad. Buscando en vano el papel roto con el teléfono de Juan Carlos, volcó la papelera esparciéndolo todo por el suelo. Sintió sofocos, se ahogaba por momentos con su propio llanto. Cuando de pronto llamaron a la puerta. Ilusionada dio dos brincos y se dirigió corriendo hacia ella secándose las lágrimas con la manga de la bata.
-Salimos en diez minutos para el aeropuerto, date prisa- le dijo el productor con palabras que a Margot le supieron amargas.
Su corazón latía a ritmos vertiginosos; sus emociones estaban al borde del colapso. En pocas horas cambiaría de ciudad. Otra posibilidad trunca de lograr una vida tranquila junto a un hombre que la amase, pero sobre todas las cosas, que estuviera allí siempre que lo necesitase. Margot se consumía en una agónica espera sin fin.
Apurando la copa de vino, tragándose la amargura, la desdicha de la vida que le rodeaba, pintó las iníciales JC en el espejo y las encerró en el típico dibujo de un corazón. Tal cual le pidieras a un ciego que te leyera el párrafo de un libro, Margot pedía consejos al espejo que le daba la espalda una vez más.
Debajo de la puerta se deslizó un sobre en el que se podía leer “para Margot de Juan Carlos”. Ella no se dio cuenta, pisándolo al salir con la maleta. El elenco la esperaba a las puertas del teatro para ir al aeropuerto.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Reflexiones 2011-2012

Uno se plantea tantas cosas para el año venidero… Una mejor condición laboral, el ascenso esperado, cambiarse de casa, tener hijos. Pero lamentablemente hay personas carenciadas que solo se conforman con poder comer para vivir. No pueden aspirar a nada más. La vida suele ser muy injusta. Como digo yo, “la repartija de la baraja fue alterada” y muchos, la gran mayoría, salimos perjudicados. Los ricos enriquecen y los pobres empobrecen. Está comprobado que la mayoría de las personas que nacen pobres, morirán con el mismo estatus de vida, Pobres. Decisiones mal tomadas, administraciones que se enriquecen a costa del empobrecimiento del pueblo, coima, corrupción… Podría pasarme escribiendo páginas interminables de razones por la que un país se va al garete, pero no es el objetivo de estas líneas.
Lo importante es luchar por la igualdad entre las personas, hombres y mujeres, codo a codo.
Deseo que este año nuevo podamos concientizarnos en el medio ambiente, nuestro querido mundo nos lo pide a gritos. Gritos que no callan. Día a día la naturaleza, fiel aliada de la tierra, nos demuestra su furia, su indignación al trato que recibe de todos nosotros.
Parémonos por un instante a pensar en las cosas que podríamos hacer para mejorar el mundo. Ayudar al prójimo, plantar una semillita que luego germinara y crecerá en un fuerte árbol o simplemente no ensuciar el planeta, pero sobre todo ayudar a los más carenciados. Solo intentar que estos pensamientos que surgen en fechas como estás, se cumplan y no mueran en una mera rutina, un ejercicio mental. Al menos hagamos el 10% de lo que pensamos hacer para ayudarnos entre todos y seguramente que el mundo cambiara.
¡¡¡Feliz año para todos!!!

miércoles, 28 de diciembre de 2011

RELATO - La Navidad de Juan

La Navidad de Juan

Con su carita triste y redondeada, Juan miraba ilusionado el árbol de navidad que se levantaba en el centro de la plaza. Pensando en un mejor porvenir, esperanzado que el año venidero llegase con el hogar que tanto anhelaba. La banda había acabado y recogían los instrumentos con las manos entumecidas por la helada brisa que escarchaba la humedad del pasto e incluso la saliva que se le escapaba a Juan de los labios. De a ratos, seguía con la mirada a los niños de su edad alejarse de la mano de sus padres marchando como soldaditos de plomo. Hacía demasiado frío para que nevase. Sus rasgos faciales se congelaban dándole el aspecto de una escultura de hielo.
La abarrotada plaza poco a poco fue vaciándose. Diáfanas gotas congeladas caían del árbol encima de sus finos cabellos amarillos. Juan no se inmutaba, se quedaba mirando una vez más la decoración navideña. Después, llamado por sus hambrientas tripitas, empezaba a caminar contando cada baldosa a su paso. Como si jugara a la rayuela, daba saltitos lentos y pesados que ralentizaban su andar.
En las ramblas, las tiendas mantenían sus persianas a medio cerrar, aguardando a que los rezagados compradores se decidieran por aquél último regalo que aún no tenían claro. Juan se acercaba al cristal del escaparate sin ser visto por el de seguridad, apoyaba la nariz para deleitarse con los juguetes. Los contemplaba largo rato y escribía con las falanges moradas su nombre en el cristal, cual fuera su carta navideña. Después lo borraba con el puño y escribía el de sus padres. Como si llevará una carga en sus hombros, sus débiles piernas cansadas le flaqueaban obligándole a sentarse en los bordillos de entrada a las tiendas e incluso en los portales de los edificios. Así lo hizo hasta que llegó al callejón Rosales. La oscuridad parecía que cernía las paredes sobre si cual aplanadora de residuos. Vagamente levantó su cabeza desproporcionada con su menudito cuerpo y vio dos sombras que merodeaban su cobija.
-¡José!- gritó pensando que se trataba nuevamente del viejo vagabundo y su nueva novia que buscaban el calor de los cartones para amarse. Pero las voces se perdieron en el eco. Siguió caminando hacia sus únicas posesiones cuando las sombras se hicieron conocidas.
-¡Papá, mamá! ¡Pudisteis venir!
-Juan, pequeñajo…- le abrazó su madre mientras escuchaba las dulces palabras de su padre al oído.
-¿Y cómo no íbamos a venir?, es noche buena.
-¿Tenéis hambre? Porque yo me estoy muriendo- preguntó el niño con lágrimas en los ojos.
-Tanta hambre que no te podrías imaginar.
-Venid por favor, esta noche invito yo.
Tomados de las manos, continuaron hasta el final del callejón donde una puerta metálica daba a la cocina de un restaurante. Junto a esta, un contenedor de basura donde Juan empezó a escarbar buscando las sobras.
-Esto está aún caliente, probadlo- murmuró el niño ilusionado a sus padres.
-No Juan, come tú que lo necesitarás más que nosotros.
-Por favor…
Se hizo un silencio interminable en el que los padres sollozando miraban al pequeño Juan buscar más comida desesperado. En eso se abrió la puerta y el cocinero agarró a Juan del brazo.
-¿A sí qué eres tú el que desparrama la basura?
-No señor, lo juro. Solo quería darles a mis padres de comer.
-Vergüenza debería darles, mandar a un niño de tu edad a conseguirles comida.
-Fue idea mía, lo siento señor, no volveremos a molestarle.
-Si los tuviera delante los pondría calentito- agregó el cocinero mordiéndose la lengua de rabia.
-A mí también me gustaría que me diera calor señor. Es que este frío no hay quien lo aguante.
-Ya, oye niño, ven aquí ¿cómo te llamas?
-Juan, señor- contestó el niño con la cabeza gacha.
-¿Tienes hambre?
-Tanta hambre que no se puede imaginar.
-Jajaja, así me gusta, venga Juan, pasa que hoy es navidad.
Al tiempo que la puerta se cerraba, los padres sonreían dulcemente. Sus borrosas figuras se desvanecían con el aire sabiendo que esta sería una buena noche para Juan.

lunes, 12 de diciembre de 2011

RELATO- Los Siete Lagos

Los Siete Lagos

Repuntaba la luna en los charcos “Los siete lagos”. Charcos casi idénticos llamados así por el campesino que los vio nacer con las primeras lluvias primaverales y que ahora perduran con el riego de la cosecha.
Junto a ellos, un nogal de salientes raíces danzaba con la cálida brisa al igual que los girasoles esparcían sus semillas con el constante movimiento.
Silbando entre las piedras, un arroyo de cristalina agua, abastecía la acequia destinada al riego de la finca de Don Jacinto. Al morir la tarde, dejando su marca sanguinolenta en el cielo, el campesino tomaba asiento en un disco de arado a contemplar la tumba de de su amada viejecita que descansaba a los pies del árbol. Allí bautizó a cada charco con un nombre individual, pero el viejo y pequeñajo hombrecillo no soltaba prenda cuando se lo preguntaban los del pueblo. Aunque todos sospechaban que llevan el nombre de sus siete hijos que no terminaron de nacer. Las malas lenguas decían que aquellas aguas negruzcas que surgieron de la tierra, estaban malditas al igual que los intentos del campesino por buscar su heredero.
Cuentan que un año no llovió. El arroyo se secó matando uno a uno los siete charcos que se redujeron hasta convertirse en una pasta pringosa. El nogal, agonizante, se marchitaba con cada día que pasaba.
-A dónde va Aurelio, si ya no queda nada- le decían al pasar.
-A ver a mi viejita y mis charquitos- respondía serenamente el campesino que con pasos lentos se encaminaba por el polvoriento sendero. Atravesaba la chacra de Don Jacinto, el propietario de casi todas las hectáreas cultivables del pueblo; seguía el afluente del arroyo, ahora seco, hasta la acequia y giraba a la izquierda. Allí, tumbado en el suelo, el nogal que de joven vio a Aurelio y a su esposa amarse bajo sus ramas. Aquel árbol que le dio tantas sombras y que veló mil noches las penas del campesino, yacía a una orilla del camino. Sus raíces secas habían sido arrancadas de cuajo por una topadora. En lugar de los siete charcos, una perforadora de más de veinte metros estaba siendo instalada.
-Aurelio, ¿qué hace usted aquí?- musitó Don Jacinto que le vio venir.
-Mi viejecita…qué habéis hecho con ella...mal nacidos...-refunfuñaba el campesino entre llantos cortados.
-Tranquilícese hombre, tendrá un buen sepulcro. La trasladaremos al cementerio. Qué más quiere, estará en el mausoleo de mi familia.
El ya anciano campesino corría hacia la caja que guardaba a su amada, seguido por las miradas atónitas de Don Jacinto y los trabajadores que detuvieron repentinamente las maquinarias.
-¡Aurelio!, venga por favor, debo decirle algo importante-pero el campesino no era capaz de separarse de la caja de pino a la que se aferraba con ambas manos.-Le daré el dinero que me pida. No se lo voy a volver a repetir viejo testarudo, sepa que esto es de mi propiedad y que puedo echarle de aquí al igual que a un perro. Ya lo he aguantado todos estos años y hasta le permití que enterrara a su mujer junto al nogal, pero ya va siendo hora…
Tuvieron que arrastrar al viejo Aurelio entre dos hombres y golpearlo para que se calmara.
-Entiéndame Aurelio, fuimos muy amigos, ya lo sabe bien usted, pero los negocios son los negocios.
Lo subieron al camión junto con el féretro de su amada y partieron camino del poblado dejando la fina tierra suspendida en el aire. Aurelio pudo girarse una última vez para ver emanar de las entrañas de sus siete charcos un codicioso líquido espeso que Don Jacinto vendería por mucho dinero en la ciudad.

jueves, 1 de diciembre de 2011

MICRORRELATO - A Bordo del Galeón

Les dejo el micro de esta semana. Esta vez pasamos del amor, dejándolo un poco de lado, para traerles, por llamarlo de alguna manera "un poco de aventura".

A Bordo del Galeón

El prisionero escuchaba impasible desde su celda el rugir de los cañones azorar las aves que una vez le sonaron a libertad. De a ratos miraba la pesada cadena que sujetaba sus delgados tobillos cubiertos de yagas. -Al menos- pensó delirante y balbuceando- ya no me escuecen los azotes en mi espalda. Cuando perdía la razón, solo a veces, gritaba a los carceleros para que se llevaran la basura, pero con el tiempo aprendió a convivir con ella, ya que aquella escoria apestosa no era otra cosa que su presencia. Acusado, entre otras cosas, de robar, le habían perdonado cortarle las manos, no así el llevarlas permanentemente amarradas con una cuerda. Es por esto que en los calurosos días estivales lograba dominar su cabellera enmarañada, no menos que su barba, para espantar las moscas. Algunas caían nocaut. Y allí estaba, con la espalda apoyada al muro, callado y austero aguardando su muerte. Una ejecución que le esperaba cuando el galeón atracase en puerto, en tierra firme.
Su compañero de celda le miraba ladeando la cabeza, se limpiaba los bigotitos con sus patitas y seguía cada tanto su camino. Él, por su tamaño, es libre, pensó anhelante, con lo cual puede hacer y deshacer a su antojo.
La bebida escaseaba en alta mar y aún más para un condenado. Pero este viejo y astuto lobo de mar aprendió hacía tiempo a minimizar sus necesidades y la supervivencia le obligó a zacear su sed chupando de la humedad que se filtraba por las paredes de su oscura celda. De lo contrario ya habría muerto. Sus custodios pensaban que era ciego y le hacían mil burlas. Él, con su mirada perdida, ocultaba que además escuchaba. Pero como cada día, llegaban los azotes quitándole las pocas fuerzas que le mantenían con vida. Aquella tarde, después de la paliza, llegó una tormenta sacudiendo la embarcación cual fuera de papel. Olas gigantescas castigaban la cubierta con fuerza. En la bodega, todo se arremolinaba. Bultos de todo tipo se golpeaban unos con otros. Sin embargo, el prisionero completamente mojado permanecía inmóvil con las cuerdas que le sujetaban.
-Siempre que llovió paro- comentó uno de los marineros con sus compañeros.
Otro, desde el carajo, gritó “¡Tierra!” después de verla con el catalejo.
-¡Preparad al prisionero!- ordena el capitán. Pero nadie sabe que durante la tormenta, aquella piltrafa de hombre, aquella desdicha humana ha logrado escapar. Ha escapado a una muerte deshonrosa; llena de miradas acusadoras, burlas y escupitajos del populacho que con tal de ver espectáculo son capaces de odiar hasta sus propios hermanos. En las heladas aguas oceánicas ha constatado que las dolencias no le molestan, ha perdido ese importante sentido. A pesar de las atrocidades cometidas hacia su persona, les mira impasible de toda culpa flotando entre la briza y la marea, mientras el galeón se alejaba rumbo a tierra con intenciones de colgar al ladrón.
Dos guardias bajan a la bodega y abren con dificultad la puerta. Algo la detiene. Un saco de piel y huesos yace sin vida en el suelo.

martes, 22 de noviembre de 2011

MICRORRELATO - Fracción de Segundo

Esta vez les dejo una versión del microrrelato que publiqué la semana pasada, "Álgida Piel", que tiene que ver con el amor. Ese amor que mueve montañas y es capaz de entregar la vida por él. Espero que lo disfruten...


Fracción de Segundo

A veces el amor resulta inesperado. La mujer que amas te deja por otro; te encuentra a ti con otra; e incluso puede que la relación resulta ser un fracaso. Esta vez fui yo el culpable. Destrocé su paciente y alocado corazón. Se lo saqué del pecho para siempre, estrujándoselo lentamente en una agónica espera que no tiene fin. Ella nunca me olvidará, lo sé. Su desgarrado corazón late en un frasco de cristal, pálido por el desahucio. Pero repito, soy yo el culpable, siempre lo soy. Aquella noche insistió que no condujera en el estado de embriaguez en el que me encontraba, y yo, complaciente de las quejas fundamentadas de mi amada, engendré sus palabras esbozando una sonrisa derrotada. Besé sus labios suavemente. Humectándoselos con mi cálida saliva. Le eché el cabello por detrás y bajé del coche. Bajé del coche pensando en llegar a casa y poseerla, amarla como ella acostumbra que lo haga. A lo mejor, si no acataba sus suplicas ahora estaríamos juntos. Suelo sensibilizarme en este estado de lo que estoy acostumbrado a sentirme cuando me abstengo al alcohol. Bajé del coche y la vi. Vi la muerte al volante de un camión totalmente descontrolado y derrapando por el frenazo, haciéndolo deslizar por el asfalto mojado de rocío. Me volví hacia ella que intentaba sacarse el cinturón de seguridad. La vi forcejear para liberarse de las garras que le apresaban. Vi su rostro desfigurado por el pánico. Sus agónicos gritos acallados por el chirrido de las ruedas y el rugir del motor, los convertían en gestos mudos. Vi sus lágrimas correr por sus sonrojadas mejillas. La vi alejarse de mí hasta que mi cuerpo arrollado tocó el asfalto y todo acabo.