viernes, 30 de diciembre de 2011

Reflexiones 2011-2012

Uno se plantea tantas cosas para el año venidero… Una mejor condición laboral, el ascenso esperado, cambiarse de casa, tener hijos. Pero lamentablemente hay personas carenciadas que solo se conforman con poder comer para vivir. No pueden aspirar a nada más. La vida suele ser muy injusta. Como digo yo, “la repartija de la baraja fue alterada” y muchos, la gran mayoría, salimos perjudicados. Los ricos enriquecen y los pobres empobrecen. Está comprobado que la mayoría de las personas que nacen pobres, morirán con el mismo estatus de vida, Pobres. Decisiones mal tomadas, administraciones que se enriquecen a costa del empobrecimiento del pueblo, coima, corrupción… Podría pasarme escribiendo páginas interminables de razones por la que un país se va al garete, pero no es el objetivo de estas líneas.
Lo importante es luchar por la igualdad entre las personas, hombres y mujeres, codo a codo.
Deseo que este año nuevo podamos concientizarnos en el medio ambiente, nuestro querido mundo nos lo pide a gritos. Gritos que no callan. Día a día la naturaleza, fiel aliada de la tierra, nos demuestra su furia, su indignación al trato que recibe de todos nosotros.
Parémonos por un instante a pensar en las cosas que podríamos hacer para mejorar el mundo. Ayudar al prójimo, plantar una semillita que luego germinara y crecerá en un fuerte árbol o simplemente no ensuciar el planeta, pero sobre todo ayudar a los más carenciados. Solo intentar que estos pensamientos que surgen en fechas como estás, se cumplan y no mueran en una mera rutina, un ejercicio mental. Al menos hagamos el 10% de lo que pensamos hacer para ayudarnos entre todos y seguramente que el mundo cambiara.
¡¡¡Feliz año para todos!!!

miércoles, 28 de diciembre de 2011

RELATO - La Navidad de Juan

La Navidad de Juan

Con su carita triste y redondeada, Juan miraba ilusionado el árbol de navidad que se levantaba en el centro de la plaza. Pensando en un mejor porvenir, esperanzado que el año venidero llegase con el hogar que tanto anhelaba. La banda había acabado y recogían los instrumentos con las manos entumecidas por la helada brisa que escarchaba la humedad del pasto e incluso la saliva que se le escapaba a Juan de los labios. De a ratos, seguía con la mirada a los niños de su edad alejarse de la mano de sus padres marchando como soldaditos de plomo. Hacía demasiado frío para que nevase. Sus rasgos faciales se congelaban dándole el aspecto de una escultura de hielo.
La abarrotada plaza poco a poco fue vaciándose. Diáfanas gotas congeladas caían del árbol encima de sus finos cabellos amarillos. Juan no se inmutaba, se quedaba mirando una vez más la decoración navideña. Después, llamado por sus hambrientas tripitas, empezaba a caminar contando cada baldosa a su paso. Como si jugara a la rayuela, daba saltitos lentos y pesados que ralentizaban su andar.
En las ramblas, las tiendas mantenían sus persianas a medio cerrar, aguardando a que los rezagados compradores se decidieran por aquél último regalo que aún no tenían claro. Juan se acercaba al cristal del escaparate sin ser visto por el de seguridad, apoyaba la nariz para deleitarse con los juguetes. Los contemplaba largo rato y escribía con las falanges moradas su nombre en el cristal, cual fuera su carta navideña. Después lo borraba con el puño y escribía el de sus padres. Como si llevará una carga en sus hombros, sus débiles piernas cansadas le flaqueaban obligándole a sentarse en los bordillos de entrada a las tiendas e incluso en los portales de los edificios. Así lo hizo hasta que llegó al callejón Rosales. La oscuridad parecía que cernía las paredes sobre si cual aplanadora de residuos. Vagamente levantó su cabeza desproporcionada con su menudito cuerpo y vio dos sombras que merodeaban su cobija.
-¡José!- gritó pensando que se trataba nuevamente del viejo vagabundo y su nueva novia que buscaban el calor de los cartones para amarse. Pero las voces se perdieron en el eco. Siguió caminando hacia sus únicas posesiones cuando las sombras se hicieron conocidas.
-¡Papá, mamá! ¡Pudisteis venir!
-Juan, pequeñajo…- le abrazó su madre mientras escuchaba las dulces palabras de su padre al oído.
-¿Y cómo no íbamos a venir?, es noche buena.
-¿Tenéis hambre? Porque yo me estoy muriendo- preguntó el niño con lágrimas en los ojos.
-Tanta hambre que no te podrías imaginar.
-Venid por favor, esta noche invito yo.
Tomados de las manos, continuaron hasta el final del callejón donde una puerta metálica daba a la cocina de un restaurante. Junto a esta, un contenedor de basura donde Juan empezó a escarbar buscando las sobras.
-Esto está aún caliente, probadlo- murmuró el niño ilusionado a sus padres.
-No Juan, come tú que lo necesitarás más que nosotros.
-Por favor…
Se hizo un silencio interminable en el que los padres sollozando miraban al pequeño Juan buscar más comida desesperado. En eso se abrió la puerta y el cocinero agarró a Juan del brazo.
-¿A sí qué eres tú el que desparrama la basura?
-No señor, lo juro. Solo quería darles a mis padres de comer.
-Vergüenza debería darles, mandar a un niño de tu edad a conseguirles comida.
-Fue idea mía, lo siento señor, no volveremos a molestarle.
-Si los tuviera delante los pondría calentito- agregó el cocinero mordiéndose la lengua de rabia.
-A mí también me gustaría que me diera calor señor. Es que este frío no hay quien lo aguante.
-Ya, oye niño, ven aquí ¿cómo te llamas?
-Juan, señor- contestó el niño con la cabeza gacha.
-¿Tienes hambre?
-Tanta hambre que no se puede imaginar.
-Jajaja, así me gusta, venga Juan, pasa que hoy es navidad.
Al tiempo que la puerta se cerraba, los padres sonreían dulcemente. Sus borrosas figuras se desvanecían con el aire sabiendo que esta sería una buena noche para Juan.

lunes, 12 de diciembre de 2011

RELATO- Los Siete Lagos

Los Siete Lagos

Repuntaba la luna en los charcos “Los siete lagos”. Charcos casi idénticos llamados así por el campesino que los vio nacer con las primeras lluvias primaverales y que ahora perduran con el riego de la cosecha.
Junto a ellos, un nogal de salientes raíces danzaba con la cálida brisa al igual que los girasoles esparcían sus semillas con el constante movimiento.
Silbando entre las piedras, un arroyo de cristalina agua, abastecía la acequia destinada al riego de la finca de Don Jacinto. Al morir la tarde, dejando su marca sanguinolenta en el cielo, el campesino tomaba asiento en un disco de arado a contemplar la tumba de de su amada viejecita que descansaba a los pies del árbol. Allí bautizó a cada charco con un nombre individual, pero el viejo y pequeñajo hombrecillo no soltaba prenda cuando se lo preguntaban los del pueblo. Aunque todos sospechaban que llevan el nombre de sus siete hijos que no terminaron de nacer. Las malas lenguas decían que aquellas aguas negruzcas que surgieron de la tierra, estaban malditas al igual que los intentos del campesino por buscar su heredero.
Cuentan que un año no llovió. El arroyo se secó matando uno a uno los siete charcos que se redujeron hasta convertirse en una pasta pringosa. El nogal, agonizante, se marchitaba con cada día que pasaba.
-A dónde va Aurelio, si ya no queda nada- le decían al pasar.
-A ver a mi viejita y mis charquitos- respondía serenamente el campesino que con pasos lentos se encaminaba por el polvoriento sendero. Atravesaba la chacra de Don Jacinto, el propietario de casi todas las hectáreas cultivables del pueblo; seguía el afluente del arroyo, ahora seco, hasta la acequia y giraba a la izquierda. Allí, tumbado en el suelo, el nogal que de joven vio a Aurelio y a su esposa amarse bajo sus ramas. Aquel árbol que le dio tantas sombras y que veló mil noches las penas del campesino, yacía a una orilla del camino. Sus raíces secas habían sido arrancadas de cuajo por una topadora. En lugar de los siete charcos, una perforadora de más de veinte metros estaba siendo instalada.
-Aurelio, ¿qué hace usted aquí?- musitó Don Jacinto que le vio venir.
-Mi viejecita…qué habéis hecho con ella...mal nacidos...-refunfuñaba el campesino entre llantos cortados.
-Tranquilícese hombre, tendrá un buen sepulcro. La trasladaremos al cementerio. Qué más quiere, estará en el mausoleo de mi familia.
El ya anciano campesino corría hacia la caja que guardaba a su amada, seguido por las miradas atónitas de Don Jacinto y los trabajadores que detuvieron repentinamente las maquinarias.
-¡Aurelio!, venga por favor, debo decirle algo importante-pero el campesino no era capaz de separarse de la caja de pino a la que se aferraba con ambas manos.-Le daré el dinero que me pida. No se lo voy a volver a repetir viejo testarudo, sepa que esto es de mi propiedad y que puedo echarle de aquí al igual que a un perro. Ya lo he aguantado todos estos años y hasta le permití que enterrara a su mujer junto al nogal, pero ya va siendo hora…
Tuvieron que arrastrar al viejo Aurelio entre dos hombres y golpearlo para que se calmara.
-Entiéndame Aurelio, fuimos muy amigos, ya lo sabe bien usted, pero los negocios son los negocios.
Lo subieron al camión junto con el féretro de su amada y partieron camino del poblado dejando la fina tierra suspendida en el aire. Aurelio pudo girarse una última vez para ver emanar de las entrañas de sus siete charcos un codicioso líquido espeso que Don Jacinto vendería por mucho dinero en la ciudad.

jueves, 1 de diciembre de 2011

MICRORRELATO - A Bordo del Galeón

Les dejo el micro de esta semana. Esta vez pasamos del amor, dejándolo un poco de lado, para traerles, por llamarlo de alguna manera "un poco de aventura".

A Bordo del Galeón

El prisionero escuchaba impasible desde su celda el rugir de los cañones azorar las aves que una vez le sonaron a libertad. De a ratos miraba la pesada cadena que sujetaba sus delgados tobillos cubiertos de yagas. -Al menos- pensó delirante y balbuceando- ya no me escuecen los azotes en mi espalda. Cuando perdía la razón, solo a veces, gritaba a los carceleros para que se llevaran la basura, pero con el tiempo aprendió a convivir con ella, ya que aquella escoria apestosa no era otra cosa que su presencia. Acusado, entre otras cosas, de robar, le habían perdonado cortarle las manos, no así el llevarlas permanentemente amarradas con una cuerda. Es por esto que en los calurosos días estivales lograba dominar su cabellera enmarañada, no menos que su barba, para espantar las moscas. Algunas caían nocaut. Y allí estaba, con la espalda apoyada al muro, callado y austero aguardando su muerte. Una ejecución que le esperaba cuando el galeón atracase en puerto, en tierra firme.
Su compañero de celda le miraba ladeando la cabeza, se limpiaba los bigotitos con sus patitas y seguía cada tanto su camino. Él, por su tamaño, es libre, pensó anhelante, con lo cual puede hacer y deshacer a su antojo.
La bebida escaseaba en alta mar y aún más para un condenado. Pero este viejo y astuto lobo de mar aprendió hacía tiempo a minimizar sus necesidades y la supervivencia le obligó a zacear su sed chupando de la humedad que se filtraba por las paredes de su oscura celda. De lo contrario ya habría muerto. Sus custodios pensaban que era ciego y le hacían mil burlas. Él, con su mirada perdida, ocultaba que además escuchaba. Pero como cada día, llegaban los azotes quitándole las pocas fuerzas que le mantenían con vida. Aquella tarde, después de la paliza, llegó una tormenta sacudiendo la embarcación cual fuera de papel. Olas gigantescas castigaban la cubierta con fuerza. En la bodega, todo se arremolinaba. Bultos de todo tipo se golpeaban unos con otros. Sin embargo, el prisionero completamente mojado permanecía inmóvil con las cuerdas que le sujetaban.
-Siempre que llovió paro- comentó uno de los marineros con sus compañeros.
Otro, desde el carajo, gritó “¡Tierra!” después de verla con el catalejo.
-¡Preparad al prisionero!- ordena el capitán. Pero nadie sabe que durante la tormenta, aquella piltrafa de hombre, aquella desdicha humana ha logrado escapar. Ha escapado a una muerte deshonrosa; llena de miradas acusadoras, burlas y escupitajos del populacho que con tal de ver espectáculo son capaces de odiar hasta sus propios hermanos. En las heladas aguas oceánicas ha constatado que las dolencias no le molestan, ha perdido ese importante sentido. A pesar de las atrocidades cometidas hacia su persona, les mira impasible de toda culpa flotando entre la briza y la marea, mientras el galeón se alejaba rumbo a tierra con intenciones de colgar al ladrón.
Dos guardias bajan a la bodega y abren con dificultad la puerta. Algo la detiene. Un saco de piel y huesos yace sin vida en el suelo.