jueves, 22 de abril de 2021

Mañana llega el gran día, la gran fiesta de Sant Jordi esperada por tantos escritores, lectores y enamorados!! La fiesta del libro y la rosa. Este año presentando mi nuevo libro La Ciudad Perdida, aunque no habrá firma de momento. Espero que pasen un hermoso día y si aún no te haz decidido por ningún libro, pásate por el link que les dejo aquí donde podrán elegir entre mis libros. A lo mejor encaja con lo que buscas!! 



sábado, 20 de marzo de 2021

La Ciudad Perdida - NOVELA INFANTIL JUVENIL

Les presento mi nuevo libro, un genero de aventura infantil - juvenil que nunca me había animado a escribir y que al final estoy muy conforme con el resultado. Aunque la ultima palabra la tendrán ustedes!!! En esta edición cuento con la profesionalidad y calidad del ilustrador Gildas Sergé, un gran amigo que aportó su magia entre las páginas!! También cuento con mi hijo Thomas que diseñó la contraportada y un dibujo interior que es una sorpresa. Muchas gracias a todos por hacer posible este magnífico libro. Está a la venta en Amazon en formato digital y por supuesto en papel. Les dejo el link para que pueden saber más acerca de él




viernes, 19 de marzo de 2021

DESDE EL ARMARIO - RELATO

El día asomaba lluvioso. Un manto de nubes negras asolaban los rayos del sol, adormeciendo la ciudad fatigada por la tempestad pasada. Miraba por la ventana las nubes renegridas galopar con el viento. A través de los diáfanos cristales de la sala, veía los pájaros planear, dando círculos cual cuervos hambrientos. Mientras hacía tiempo para levantar a mí pequeña durmiente, intentaba contabilizar las hojas ámbar que caían danzando por la ventisca hasta tocar la áspera tierra. Mi avanzada miopía reduce la apreciación que tengo de las cosas, aún así imagino las magníficas siluetas fantasmagóricas que forma la hojarasca en el aire. Ya es casi la hora. Apuré mi té con leche rechinando los dientes, un mal habito que adquirí de pequeña. Bajé la persiana quedando a oscuras. Llegué tanteando hasta el interruptor; no tiré ni una gota de la infusión que me quedaba como tampoco tumbé objeto alguno al suelo. Hacía mucho tiempo que no salía airosa en este aspecto. Siempre debía recoger o limpiar lo que tiraba. Ni yo entiendo por qué lo hago, el ponerme a prueba, aún así lo repito cada día. Dejé la taza en la encimera de la cocina y le preparé el biberón a Sara. Estaba impaciente por abrazarla, aunque no quería molestar su dulce sueño. Me atormentaba la idea de no verla en todo el día, pero sabía que en la guardería aprendería a andar más pronto que en casa. Los niños aprenden de los demás niños, son como pequeñas esponjas. Pitó el microondas haciéndome volver a la realidad; le puse los casitos de leche, tres de cereal y la batí unificando la mezcla. Dicen que mi antagonismo me margina de la sociedad a vivir en una burbuja, puras habladurías. Hago caso omiso de todos ellos, la gente hoy en día actúa con rareza y no se dan por aludidos de sus propias locuras. De pequeña viví una mala experiencia que hizo que mi fobia a la oscuridad se agravara, pero la enfrento con uñas y dientes. Cada día camino por un pasillo envuelto en penumbras hasta el cuarto de Sara, sintiendo la opresión de la oscuridad en el pecho. Así lo hice una vez más. Allí encendí una tenue luz para no molestar a la pequeña y con mi dulce vocecita juvenil, entoné una canción infantil para amainar su despertar. Una fotografía que cuelga del muro, a un lado de la cuna que una vez fuera mía, requirió mi atención. Fui bajando el tono de la pegadiza melodía que entonaba mientras me acercaba a la imagen que se sostenía desprolijamente de un hilo anudado a un clavo herrumbrado. Era una niña de rizos rubios que se columpiaba esbozando una sonrisa esplendorosa. Llevaba dos coletas tirantes y una faldilla roja por arriba de las rodillas. Tomaba impulso con las piernas ligeramente extendidas hacia adelante mostrando las suelas gastada de sus zapatos. Sonreí puerilmente recordando el parecido que teníamos. Me volví hacia Sara que remoloneaba con las manos en los ojos. Levanté una rendija en la persiana que inmediatamente inundó de luz el pequeño habitáculo adornado con motivos de princesas, aunque fuera, la tormenta continuaba amenazante en el firmamento. –Sara, cariño- susurré su nombre varias veces mientras la mecía con movimientos suaves para evitar que se incordiara. La cogí en brazos y la achuché dándole besos en el cuello. Noté que Sara me espiaba con los ojos entornados. Recuerdo que me gustaba de niña cuando mis padres me bajaban del coche en brazos. Ellos pensaban que me encontraba completamente dormida o por lo menos me lo hacían creer siguiéndome el juego; yo los espiaba al igual que Sara esperando sus besos, sus mimos que nunca olvidaré. La deposité suavemente en el cambiador, le quité el pijama, el pañal y la vestí con ropa cómoda. Me encanta vestirla con vestiditos, colocarle lazos, hacerle peinados monos y combinarle siempre la ropa, igual que lo hacían mis padres conmigo. Pero los años me enseñaron que la ropa cómoda es mejor para ellos; así que le puse un pantalón de chándal y una camiseta mangas cortas. Miré por la ventana que la ventisca soplaba con mayor fuerza. Esto me hizo cambiar de opinión, poniéndole una camiseta de mangas largas y la parte de arriba del chándal. La peiné con una cola de caballo hacia atrás y terminé por ponerle un par de zapatillas con abrojo. Mis padres nunca me llevaron al colegio. Siempre tenía que ir sola o con alguna vecina que le quedaba mi casa de camino. Eran muy severos. Padres de otra generación que creían que con el castigo los niños saldríamos encarrilados y que seríamos de mayores grandes personas. Yo hago todo lo contrario con Sara. A lo mejor la mimo demasiado y le doy todos los gustos, pero cuando sea más mayor le impondré el castigo que se merezca. Cargué a Sara en brazos hasta la sala, atravesando el pasillo en penumbras. Creo que Sara tiene las mismas fobias que las mías. Es por esto que intento mantenerla en la oscuridad absoluta para que lo supere de una vez por todas. No quiero que sufra como yo toda la vida. Mis padres intentaron curarme de estos miedos enfermizos que me siguen atormentando poniéndome dentro del armario. Hubo una vez que me pasé el fin de semana completo dentro sin comida con apenas una botella de agua. Yo me porte un poco mal porque hice pipi dentro del armario y mojé todo el suelo de la habitación. Me dijeron que esas travesuras se pagaban muy caro. No recuerdo el castigo que me impusieron, solo sé que en las próximas veces que me metieron en el armario, no volví a orinarme jamás. La pequeña Sara estaba hambrienta. Engulló el biberón casi sin respirar. En esto también nos parecemos, claro, teniendo en cuanta que, cuando me castigaban, era la única comida que probaba en todo el día. Siempre me pasa lo mismo. Me monto en una nube, divagando en mis recuerdos y pierdo la noción del tiempo. Es tardísimo y la clase de Sara está a punto de comenzar. Seguramente empezaré a dudar si la llevo o no, pero hoy tengo cosas que hacer… Busqué su mochila, extraje la libreta y apunté que estaba desayunada. Coloqué la bata recién planchada, aún huele a jazmín, y la introduje en la mochila junto a la libreta y una gorra que usan cuando salen al patio. Sara está dando sus primeros pasos. Desde la cocina, vi su cuerpecillo atravesar la sala con pasos aún inseguros, tambaleándose, con las manos en alto como para mantener el equilibrio. Mis primeros pasos fueron antes del año, como Sara, solo que no recuerdo el sito; creo que fueron en el armario. Sí, ahora lo recuerdo, cuando intentaba alcanzar una chaqueta de mamá que colgaba del perchero. Busqué las llaves del coche y nos fuimos al parking. Es una suerte tenerlo debajo de casa. Recuerdo que con mis padres debíamos caminar unas cuantas calles en subida, cargando las compras o lo que fuera…no quiero ni pensarlo, que martirio, de hacerlo me escuecen las manos como en aquellos tiempos cuando me salían ampollas por el peso y la fricción de polietileno. Ya me está ocurriendo, me escuecen las palmas. El motor arrancó a la primera, es que es nuevo. La salida es un poco problemática; solo somos tres vecinos, pero hay que maniobrar marcha atrás esquivando dos columnas que pretenden dañarte el coche cada vez que pasas junto a ellas. Una vez colocado en la posición correcta, hay que tirar todo recto. De camino a la guardería, me gusta cantar y hablar con la niña. Mis padres, sobre todo él, no me dejaban siquiera pronunciar palabra. Decían que cuando los mayores hablan, los niños debían callar y aprender de sus experiencias. Vaya tontería. Ahora lo está haciendo otra vez, me molesta muchísimo cuando no me responde. Odio que no me preste atención. Hablo de Sara. Le estoy cantando e insisto que me diga mamá y se queda completamente callada. Por suerte tengo un espejo que trae el coche para vigilar a los niños. La austeridad y el rigor, fueron la enseñanza que me impusieron mis padres. Intento no aplicarlos en Sara, pero a veces reconozco que me saca de mis cabales… ¡No está! ¡Sara no está!, mierda, la dejé en el parking. Tengo que volver cuanto antes o alguien puede hacerle daño. Haciendo marcha atrás choqué con algo. Sentí la rueda trasera saltar por encima de un bulto. Me empezó a faltar el aire, el pecho se me está cerrando y me siento desvanecer. ¡He matado a Sara! Bajé del coche con el corazón en la garganta; las piernas me flaquean. Mis rodillas se rajaron unos centímetros cuando impactaron con el suelo. Un manto se sangre caliente proveniente de debajo del coche alcanzó mi piel congelada. Mis bellos erizados se empaparon de mí ser. Aún se quejaba, pero descubrí que era Valentina, nuestra perra labrador. Respiré profundamente, aliviada por el hallazgo, aunque amaba a Valentina como si fuera mi segunda hija. La lluvia empezó a caer torrencialmente llevándose consigo la sangre de mi perra. Lamiendo el asfalto, lavando el pelaje del animal. Borrando la huella de la frenada. Ya le daré un sepulcro apropiado. Mi padre mató a mi perra cuando yo era pequeña, un labrador como este. Me convenció de que fue un accidente, que se le cruzó delante del coche cuando salía del parking. Nunca le creí como tampoco jamás tuve otro perro hasta que encontré a Valentina. Entré al parking chorreando agua. Gritaba el nombre de Sara sin obtener respuesta. Los rayos de la luz exterior iluminaban el oscuro sótano que albergaba los coches de mis vecinos como resguardándolos de una eminente apocalipsis. – ¡Sara!, por el amor de Dios, sal de donde estés o te castigaré a pasar el resto de tu vida en el armario- Mis amenazas no le causaban impresión alguna, o realmente no me escuchaba. Estaba desesperada, como mi madre cuando murió papá. Yo no vi cómo sucedió, solo lo vi tendido en el suelo con un cuchillo incrustado en su pecho velludo. Mi madre gritaba a su lado con las manos ensangrentadas. Le golpeaba el rostro para que volviera a la vida recriminándole porqué lo había hecho. Miré en el ascensor sin encontrar a mí Sara. Se escondía muy bien la pequeña traviesa. Recuerdo una vez que me escondí de mi padre, en realidad me lo pidió mi madre. Me dijo que no saliera por nada en el mundo hasta que ella me lo pidiera. Así lo hice; escuché gritos, golpes secos, un sollozo silencioso, una insostenible respiración ahogada. Subí por las escaleras anhelando desesperadamente encontrar a Sara de camino. Al abrir la puerta de casa, allí estaba, de pie con una cuerda que yo usaba de pequeña para saltar la comba. Llevaba una faldilla roja y dos coletas a los costados que danzaban con cada movimiento. -¿Cómo te atreves a hacerle esto a tu madre? Mala hija- bajó la cabeza y se fue a su cuarto. Escuché que se metía en el armario. –Y no salgas- le ordené antes de quebrarme en llanto. Un lamento de alivio, una carga tan pesada que me salvé de llevar por el resto de mi vida. Terminé desplomándome al suelo. Reaccioné con un golpe muy fuerte. Tardé en caer en la realidad. Estaban picando a la puerta con suma insistencia. – ¡Sara… Sara!- escuché decir varias veces. –Por favor Sara soy Raquel, abre la puerta. Mi padre siempre decía que la mentira tiene patas cortas, que a lo largo del tiempo todo se sabe. No me considero una mitómana compulsiva como ellos me decían y nunca lo seré. Raquel tenía la llave de mi cuarto. Apareció con sus dos corpulentos ayudantes y me colocaron la inyección. Dicen que es para calmar mi ansiedad, no lo sé, solo sé que todo vuelve a comenzar. Me veo de niña, con mis dos coletas rizadas, mi hermosa faldilla roja, columpiándome junto a mi perra Valentina, que por cierto, no salía en aquella fotografía que colgaba del muro.